“Las Siete últimas palabras de Cristo en la Cruz” de Joseph Haydn, es una de las obras musicales más representativas del “Siglo de las Luces”. Más de doscientos años nos separan de dicha época y, a pesar de ello, su mensaje espiritual y su potencial expresivo conservan toda su vigencia y todo su poder sugestivo. La maravillosa Luz que emana de cada una de estas páginas se ha mantenido intacta gracias al genio creativo, a la riqueza interior y a la capacidad de simbolismo poético/musical del maestro de Esterházy. Siete movimientos lentos –ocho si contamos con la Introduzione– realizados con una tal variedad de recursos en la invención musical, en los ritmos, en la dinámica, en las tonalidades, en la selección de los temas, y en una pintura sonora y expresiva excepcional, que uno pierde totalmente conciencia de la sucesión de piezas de aspecto y dimensión muy parecidas. Pero sobre todo hay que señalar el factor esencial que da un valor totalmente especial a este ciclo: el clima expresivo es constantemente de una intensidad y de un fervor supremamente emocionantes. Haydn así lo entendió cuando él mismo nos contaba su idea: “Cada sonata, o cada texto queda expresado por los únicos medios de la música instrumental de tal manera que despertará necesariamente la más profunda impresión en el alma del menos enterado de los oyentes”. (Carta del 8 de abril de 1787 a su editor de Londres William Forster). En el momento que le llegó este encargo especial, a principios de 1786, Haydn era ya un maestro famoso conocido en todo el mundo musical, pero en seguida se siente fascinado por la especial dificultad del proyecto. En su autobiografía, el canónigo (“l’abbé”) Maximilian Stadler (1748-1833) nos explica que se encontraba en casa de Haydn cuando llegó el encargo: “A mi también, me preguntó lo que pensaba de ello. Le contesté que lo mejor me parecía empezar por adaptar a las palabras una melodía apropiada y repetirla después para los instrumentos solos. Fué lo que hizó, pero ignoro si él mismo habia tenido esta intención”. En el año 1801, en el momento de la edición por Breitkopf & Hártel de la versión vocal de la obra, fue publicado un texto explicativo y bastante plausible, redactado por Georg August Griesinger (1769-1845), próximo biógrafo de Haydn, en el cual se nos describe el contexto y las circunstancias de esta creación, según sus propias palabras (ipssima verba): “Hace unos quince años, un canónigo de Cádiz me hizó el encargo de componer una música instrumental sobre Las Siete Ultimas Palabras de Cristo en la Cruz. Se tenía entonces la costumbre en la catedral de Cádiz de ejecutar cada año, durante la cuaresma, un oratorio cuyos efectos se encontraban reforzados por las circunstancias siguientes. Las paredes, ventanas y pilares de la iglesia estában tendidos de tela negra, solo quedaba una gran lámpara colgando en el centro que rompía esta santa oscuridad. A mediodía se cerraban todas las puertas y entonces empezaba la música. Después de un preludio apropiado, el obispo se subía al púlpito, pronunciaba una de las siete palabras y las comentaba. A continuación, bajaba del púlpito y se prosternaba delante del altar. este intervalo de tiempo se llenaba con la música. El obispo subía al púlpito y bajaba por segunda vez, por tercera vez, etc.. y cada vez, la orquesta intervenía al final del sermón. He tenido que tomar esta situación en cuenta en mi obra. La tarea que consistía en hacer que se sucediesen siete Adagios de cada uno diez minutos aproximadamente, sin fatigar al oyente, no era cosa fácil. “ El hecho que esta música debía servir de contrapunto espiritual a un comentario hablado sobre las siete últimas palabras de Cristo, explica la costumbre de realizarlo con una música puramente instrumental. Para nuestra grabación, que debe poderse escuchar independientemente de su contexto litúrgico, esta situación nos planteó un dilema esencial: ¿podemos hoy disfrutar plenamente del mensaje que Haydn nos quiere transmitir con su música, ignorando el contexto de su gestación y de su función original?, en otras palabras ¿cómo actualizar en este siglo XXI un ritual tan particular, sin deformar su sentido profundo y sin caer en una reducción estética de una obra eminentemente espiritual? Más de doscientos años han pasado desde su creación, dos siglos de los más intensos y dramáticos de toda la historia del hombre. Dos siglos cruciales que han sido testimonio de la dura lucha del hombre en pos de una lenta y difícil conquista de unos ideales de justicia y libertad, de tolerancia y de solidaridad. Dos siglos que, a pesar de ello y de todo el enorme progreso científico y tecnológico, han sido también, y son aún actualmente, testigos de terribles actos de crueldad y fanatismo, de barbarie e inhumanidad. Decía Miguel de Cervantes, en boca de Don Quijote que “donde hay música no puede haber cosa mala.” ¿Podemos pero, después de Auschwitz, creer aún en la capacidad de la música y de la belleza, de hacernos más sensibles y más humanos? Ciertamente no, si solamente podemos captar y disfrutar de su dimensión estética. Rotundamente sí, si somos capaces de percibir también y plenamente su dimensión espiritual. Volviendo al contexto original para el cual fueron creadas estas composiciones de Haydn y su directa asociación a una reflexión sobre las siete últimas palabras de Cristo, nos pareció justo ofrecer esta responsabilidad a dos grandes maestros del pensamiento espiritual y humanístico de nuestra época: Raimon Panikkar y José Saramago complementan las breves citaciones del texto evangélico con unos textos y comentarios que reflejan sus profundas convicciones espirituales y humanísticas. Reflexiones de gran belleza y profundidad, que más allá, o quizás gracias a su radical diferencia, nos permitirán una renovada percepción del mensaje espiritual y estético inherente a estas emocionantes Siete Últimas Palabras de Cristo en la Cruz, convertidas por la fuerza de la sensibilidad, la compasión y de la empatía, en las Últimas Palabras del Hombre. Las últimas palabras, que nadie escucha, de tantos hombres y mujeres que son ejecutados cada día en nombre de una justicia parcial, de unas creencias fanáticas, y de una lucha tantas veces inhumana por el poder económico, político y espiritual. El mal absoluto es siempre, el que el hombre inflige al hombre, y es un hecho universal que concierne la humanidad entera. “La belleza salvará al mundo” dijo Dostoyevski. ¿La belleza de la música contra la maldad?. Estamos convencidos como dice François Cheng “que tenemos como tarea urgente y permanente, el encarar estos dos misterios que constituyen las extremidades del universo viviente: de un lado la maldad; del otro la belleza. Lo que esta en juego no es nada menos que la verdad del destino humano, un destino que implica los datos fundamentales de nuestra libertad.”
Jordi Savall
Verano de 2007
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