LA CUESTION NACIONAL ( zati bat)
Víctor Alexandre Azpeitia,
2 de diciembre de 2005
Día de la Escuela Nacional Vasca – Ikasberri Azpeitiko Ikastola
(Hitzaldiaren bukaerako zatia)
Nadie cuestiona la existencia del pueblo catalán o del pueblo vasco desde un punto de vista antropológico. La prueba es que no nos niegan la autodefinición de nación desde un punto de vista sentimental, romántico o poético.
El problema de nuestros países no es de falta de reconocimiento científico, es de falta de reconocimiento jurídico. Existimos, sí, pero indocumentadamente. Por eso no contamos a ningún efecto ni en la Unión Europea ni en las Naciones Unidas, PORQUE SE NOS PERMITE EXISTIR SIEMPRE Y CUANDO SEAMOS INVISIBLES.
Para verlo más claro –y ya es difícil apelar a la claridad para explicar la invisibilidad- basta con observar como los prejuicios en contra de los matrimonios homosexuales y de su derecho a la adopción son idénticos a los prejuicios en contra de los derechos nacionales catalanes y vascos. Mientras nadie se atreve a pronunciarse abiertamente en contra de la normalización del catalán o del euskera, son muchos los que encuentran inadmisible que esas lenguas sean equiparadas en derechos a la española. Los catalanes y los vascos, por lo tanto, como los homosexuales, son aceptados siempre que no se note que lo son. Es decir, siempre que se muestren invisibles. Los catalanes y los vascos, atrapados en la “normalidad” española, deben comportarse como españoles; los homosexuales, atrapados en la “normalidad” heterosexual, deben comportarse como heterosexuales.
En definitiva, podríamos concluir que el prejuicio subsiste bajo el tramposo barniz de la tolerancia. El problema es que la tolerancia no es más que un gesto benevolente por parte de aquel que se cree facultado para ser intransigente. No es un buen planteamiento ir a España a negociar el Estatuto si lo único que entendemos por negociación es la rebaja de nuestras resoluciones políticas. Una negociación no implica solamente la posibilidad de ceder, también implica la posibilidad de obtener. ¿Qué sentido tiene la negociación si una de las partes ya acepta de antemano la victoria de la otra parte? Haciendo un símil futbolístico, los equipos que salen al terreno de juego con la esperanza de perder por la mínima y que cuando lo consiguen presentan ese resultado a su afición como algo positivo están condenados a la mediocridad. Al campo se sale a ganar porque todo juego es, en definitiva, una negociación de talento, y el aliciente, como decíamos antes, estriba en la posibilidad de victoria de cada una de las partes.
El Estatuto, sin embargo, es mucho más que un juego. El Estatuto es una declaración de principios y la expresión pacífica y democrática de unos derechos. Y los derechos, cuando verdaderamente lo son, no se negocian, se ejercen.
Todo este estado de cosas demuestra que no somos un pueblo libre. Se diga lo que se diga, no somos un pueblo libre. Lo que ocurre es que hace tantos años que no lo somos que ya hemos olvidado cuales son los verdaderos atributos de la libertad.
Los amantes de Renan, aquellos que sostienen que la nación es un plebiscito cotidiano, son los mismos que nos preguntan: “¿Y el sólo hecho de poder decir que no sois libres no es ya una prueba de libertad en sí misma? ¿No es una restitución histórica la recuperación de vuestras instituciones? ¿Qué sentido tiene reivindicar el derecho a la autodeterminación si los catalanes y los vascos ya os determináis en cada período electoral? Parecen preguntas sensatas, ¿verdad? Lo parecen, sí. Pero en realidad son el abrazo del oso. El derecho a hablar y el derecho a votar son hijos de la libertad, no hay duda, pero la libertad de un pueblo es alguna cosa más. Por eso constituye un pecado de ingenuidad por nuestra parte confundir las libertades básicas –de pensamiento, de expresión, de manifestación o de religión, recuperadas en 1978-, con las libertades nacionales de un pueblo. En realidad, más que un pecado de ingenuidad, es un grave error, porque supone confundir la base con los estadios superiores, los cimientos de una casa con el salón, el abecedario con la lectura.
Uno de los espejismos propios que proporciona un periodo de bonanza tibia es la sensación de avance espectacular que experimentan aquellos que partían de cero. Pasa lo mismo con la liber- tad. La nación que ha olvidado en qué consiste la libertad nacional, corre el peligro de confundirla con las libertades elementales.
Llegados aquí, quizá ustedes me preguntarán: “¿Saldremos adelante? ¿Sabremos avanzar?” Mi respuesta es sí. Sí, si somos capaces de darnos cuenta de que hay una maldad intrínseca en la obsesión hispanofrancesa de borrar de este mundo todo vestigio de catalanidad y de vasquidad, una maldad flagrante en su pretensión de reducirnos a una simple anécdota de la historia. Pero hay también una gran ingenuidad en les reiteradas demandas catalanas y vascas de un cambio de actitud. España y Francia no pueden admitir la existencia nacional de Cataluña y de Euskal Herria porque eso les supondría admitir que su historia es una mentira monumental impuesta por la fuerza de las armas.
Si alguien quiere saber verdaderamente cuál es la cara más abyecta del nacionalismo expansivo debe mirar hacia estas dos naciones, España y Francia, porque todas sus energías, todas, han estado, están y estarán concentradas en nuestra desaparición. Nos equivocamos, por lo tanto, defendiéndonos por medio de la bondad. La bondad no tiene nada que hacer contra la maldad. La bondad triunfa en el sentimiento religioso y en los cuentos de hadas, pero en la vida real tiene las mismas posibilidades que un cordero ante un lobo. Y ya sabemos que la garganta del lobo nunca ha sido un buen proyecto de vida para el cordero.
En la naturaleza -y nosotros formamos parte de ella- no sobrevive el más bueno, sobrevive el más fuerte. ¿Significa, eso, que nuestra debilidad nos condena irremisiblemente? No. No, si entendemos que el arma para luchar contra la maldad no es la bondad sino la inteligencia.