La configuración del «yo» en Imre Kertész (I)
Introducción
Este texto autobiográfico, estructurado a modo de diario
sin fechas, nos introduce en las reflexiones de Imre Kertész entre 1991 y 1996
en varios viajes por Europa. En la contraportada del propio libro se nos revela
ya el tema principal de éste: “¿Es el yo algo inamovible, o está sujeto a cambio?¿Es
quizás un fluir constante?”. A pesar de que otros muchos temas son tratados en
las anotaciones existencialistas del escritor, tomaremos como base de este
ensayo la cuestión de la identidad, adentrándonos en el pensamiento, no sólo de
Kertész, sino también de filósofos como Ludwig Wittgenstein o Friedrich
Nieztzsche y escritores como Franz Kafka o Arthur Rimbaud.
Estructura y estilo de la narración
En la
primera lectura de este compendio de ‘pensamientos invasores’[1]
hemos de fijarnos en la estructura del texto, en el estilo de la narración.
Como se ha apuntado ya anteriormente, el texto está estructurado a modo de
diario sin fechas, un cúmulo de reflexiones inconexas conforman, pues, el
mismo. Los temas varían sin previo aviso, sin seguir un hilo conductor – aparte
del tiempo-, así, entendemos que el autor plasma todos sus pensamientos según
le vienen a la cabeza, sin preocuparle si éstos son contradictorios o carecen
de sentido. Es como si Kertész nos estuviera adentrando en su propia
existencia, nos hace partícipes de sí mismo, de lo que él es, o para ser más
precisos, de lo que está siendo continuamente. Nos transmite sus impresiones y
sensaciones, de manera que podemos llegar a sentirnos él, a vivir sus
situaciones y reflexiones. Según se va avanzando en la lectura, y por lo tanto
también en el tiempo (no hay que olvidar que el libro se escribió a lo largo de
cinco años), podemos ir viendo un cierto sentimiento de cansancio, de lasitud,
una sensación de estar consumiéndose poco a poco, sin llegar a desaparecer. Y
es que, también se percibe de la narración una fuerte resistencia, que se
podría considerar contradictoria respecto del cansancio citado y que, sin
embargo, nos hace vivir, de forma sorprendentemente precisa, algo que podríamos
considerar comúnmente como un conflicto interior que escapa de toda
racionalización. Un ejemplo de ello es este pasaje en el que recordando lo
anteriormente dicho sobre la ciudad en la que se encuentra, dice algo
totalmente opuesto: “¿He dicho en algún momento que Múnich no era bonita?
Múnich es una maravilla...”[2].
Esto que hoy día tomamos por contradicción es parte de la indefinición del
estilo. No se puede decir que las frases estén inacabadas, o que el autor no
consiga transmitir lo que quiere, tal cosa no sería sino un error. Sin embargo,
las reflexiones plasmadas en el papel si que dejan una insatisfacción como la
que pueden dejar las novelas de Kafka, porque no existe concreción,
prácticamente todo se nos presenta difuso. Parece no tener fijadas todas las
ideas, parece tener un dialogo interior, como si en él habitara más de una
persona. Lo que nos llevaría a abordar el tema del sujeto como unidad, y a
desechar dicha concepción, dando paso así, a la mutabilidad de la propia
identidad.
Crónicas del cambio
Tanto en
el libro que estamos aquí tratando como en otro de sus libros titulado Diario
de la galera[3], el
autor nos muestra cómo ciertas personas de su entorno, tanto actual como
pasado, le recriminan haber cambiado, o le hablan de sí mismo como una persona
que ni siquiera él es capaz de reconocer o recordar: “Un amigo al que llevaba
veinticinco años sin ver. Me habló de alguien, de mí, del que fui, de aquel al
que conoció en su día. Lo escuchaba atónito y procuraba adaptarme a esa persona
que a él le era familiar, pero que a mí hacía tiempo que me resultaba alguien
desconocido”[4]. El autor es
consciente del cambio sufrido a lo largo de su vida, no obstante, su antiguo
amigo, no tiene en cuenta el paso del tiempo, y guarda la imagen de lo que
Kertész fue como algo que siempre será, como una idea platónica, inamovible. A
Kertész, por su parte, le resulta realmente difícil cumplir el papel de la
persona que su amigo tiene en mente, precisamente porque esa persona es ya muy
lejana, y sobretodo, ajena. “Por fin nos despedimos y pude volver a disfrutar
de mi libertad: del ser que ya no soy, de aquel que aún madura vagamente dentro
de mí y de ese ser innombrable e intermedio cuya vida enigmática estoy viviendo
en estos momentos”[5]. No sólo
admite haber cambiado, sino que es consciente también de que lo que él es en
ningún momento está quieto, fijo, sino que, por el contrario, es un constante
fluir, y así nos lo transmite.
“Ahora
suelen afirmar con frecuencia que «he cambiado». ¿En beneficio de mi persona?
¿En su detrimento? Considero que el cambio me ha sido favorable, pero es como
si me lo tomaran a mal”[6].
¿Por qué consideran las personas de su alrededor el cambio perjudicial,
mientras que él lo considera favorable? ¿Por qué se lo toman a mal? Podríamos
interpretar de la siguiente manera esta reacción al cambio. El sujeto como
unidad está muy arraigado en nuestra sociedad, el propio Nietzsche nos daba una
explicación, adelantándose a su tiempo, de lo que sería este sujeto unificador
del que tanto hemos oído hablar: “sujeto es el término que designa nuestra
creencia en una unidad entre todos los diferentes momentos de un sentimiento de
realidad superior (...), es la ficción que querría hacernos creer que muchos
estados «semejantes» son en nosotros el efecto de un mismo sustrato”[7].
Prueba de ello es que utilizamos constantemente frases como “te amaré siempre”
o “yo nunca haría eso”, no obstante, cabría decir que la mayor parte de esas
predicciones no se cumplen. Es como si supiéramos qué es lo que sentiremos en
un futuro, como si creyéramos que siempre hemos sido de una manera, y que eso
no cambiará nunca. Tenemos la idea de la persona como algo estable, cuyo futuro
puede ser, al menos, vislumbrado. Así, cuando alguien al que creemos conocer
cambia no lo aceptamos, nosotros ya teníamos su idea dibujada, y sin embargo,
su imagen actual no coincide con ese dibujo, pensamos que es ahora una persona
a la que no conocemos, y eso no nos gusta. No nos paramos a valorar qué
ventajas le ha podido suponer el cambio a la persona en cuestión, en ese
momento nos preocupa el desconcierto, nuestro desconcierto. “Ahora me distingo
de forma más decidida de mi entorno, doy la impresión de sobresalir de él, pero
lo cierto es que solo me agarro sin moverme para no hundirme con él en las
profundas aguas de la depresión, como he hecho siempre, y esto enseguida parece
un desafío o, es más, una actitud insolidaria, y hasta una traición”[8].
Se toma el cambio como una traición, sobre todo si consiste en sobresalir entre
los demás o se interpreta como tal, es el fin de la alienación y eso pone
nervioso al entorno, puede que sea por sensación de desprotección, o sólo por
ver en peligro ‘el grupo’.
[1] Nietzsche aseguraba que no somos nosotros los responsables de nuestros pensamientos, sino que son éstos los que nos invaden, los que nos vienen a la mente.
[2] Imre Kertész. Yo, otro. Crónica del cambio. Tranducción de Adan Kovacsis p.52
[3] Libro que, al igual que Yo, otro. Crónica del cambio, se caracteriza por ser un compendio de apuntes que el escritor ha ido reuniendo a lo largo de su vida.
[4] Imre Kertész. Diario de la galera. Traducción de Adan Kovacsis p. 37
[5] Ibídem.
[6] Imre Kertész. Yo, otro. Crónica del cambio. Tranducción de Adan Kovacsis p. 31
[7] Friedrich Nietsche. Fragmentos póstumos p. 627
[8] Imre Kertész. Yo, otro. Crónica del cambio. Tranducción de Adan Kovacsis pp. 31-32
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