Joseba ZULAIKA. Las ruinas de la teoría y la teoría de las ruinas: sobre la conversión. Revista de Antropología Social, 2006, 173, 15, 173-192.

so 1467378181235 SO | 2020-11-25 15:41

https://www.researchgate.net/publication/27592094_Las_ruinas_de_la_teoria_y_la_teoria_de_las_ruinas_sobre_la_conversion

Abstract

What kind of theories can provide us an understanding of the transformations experienced by cities, cultures and mentalities, and of the processes of ruination and conversion/deconversion the necessarily provoke? While providing the urban context for the spectacular Guggenheim Museum franchise, the ruins of post-industrial Bilbao can be taken as alegories of other genernational deconversions in the fields of culture, politics, theory, autobiography and writing. The paper presents a theory of ruins in transformational terms.

Key words: ruins, theory, conversion/deconversion, reconfiguration and transformation, symbolism, residual identity, writing, Bilbao.

1. Una ciudad en ruinas: religión, antropología, teoría

En la Divina Comedia de Dante, la trascendencia no se da en sentido ascendente, sino descendente. Dante bajó a los infiernos y fue allí donde planteó la afirmación radical de que la poesía es el fundamento de todo conocimiento posible; todos nuestros discursos racionales y científicos son básicamente sustituciones metafóricas de los conocimientos de la cultura poética de un grupo concreto. La antropología refuerza esta perspectiva. Tuve muy presente semejante poética dantesca de descendimiento y retorno cuando regresé a Bilbao a finales de los noventa para realizar un trabajo de campo sobre el “efecto Guggenheim”. Por supuesto, quedé impactado por la grandiosidad del edificio de Gehry, pero no me impresionaron menos los doce kilómetros de ruinas que precedían al museo, alineadas a lo largo del río Nervión.

En una visita previa, tuve la ocasión de pasear durante días por los diferentes barrios de Bilbao. Me encontré con la misma vieja ciudad burguesa, industrial y mugrienta, tal y como la recordaba de mis años de estudiante. Pero fue al visitar la famosa margen izquierda del Nervión, el lugar que alojó toda la minería del hierro y el extraordinario desarrollo industrial que alimentó el motor económico de la región durante más de cien años, cuando caí en la cuenta de lo que realmente estaba sucediendo (Zulaika, 2001). Había visto esas fundiciones muchas veces durante mis años de estudiante en Bilbao. Había escuchado que los legendarios Altos Hornos de Vizcaya, el emblema de la industria acerera, se habían cerrado. Pero nunca había imaginado que los varios kilómetros de fábricas y fundiciones oxidadas, silenciosas, fantasmagóricas se habían convertido en un espectáculo tan singular de industria en ruinas, zonas urbanas degradadas y devastación ecológica.

Los doce kilómetros comprendidos entre Bilbao y el mar Cantábrico contienen tres veces más pesticidas que todo el continente africano, según leí en El Correo. Hay alrededor de 450 ruinas industriales en la región -antiguas fábricas llenas de vitalidad que ahora permanecen cerradas y silenciosas-. Hace cien años Max Weber pudo escribir que “nada en el mundo es más grandioso que estas minas... el paisaje de las montañas... que se eleva sobre el mar y el valle del Nervión humeando a través de cientos de chimeneas, formando un espectáculo simplemente tan imponente, que llega a ser inolvidable” (Weber, 1994: 73). Ahora sólo había una chimenea humeante a la vista. De pronto, mientras miraba el valle entero y el célebre museo de Bilbao, sentí mis años de estudiante de una manera muy distinta. Caí en la cuenta de que los procesos de arruinamiento no son ya inevitables sino necesarios para desarrollos posteriores.

Mi obsesión por las ruinas se agudizó aún más cuando, un lunes de carnaval, visité otro edificio en la margen derecha de la ría, a menos de dos kilómetros del Museo Guggenheim. Era mi antiguo convento, la misma iglesia donde, hacía unos treinta años, vestido con la sotana de fraile, tuve la intención de salvar el mundo a la vez que me comprometía a cumplir los votos de pobreza, castidad y obediencia. Para un seminarista la santidad era la única vocación posible, y yo la busqué afanosamente durante diez años. Todo terminaría en fracaso. Leí a Nietzsche y a Unamuno y a Dostoevsky, y terminé siendo ateo y completamente náufrago. Expulsado de la orden por los mismos frailes que me habían educado y mimado durante esos años, terminé escribiendo poesía en Londres bajo la influencia de William Blake.

Pero no había regresado a Bilbao para escribir mi autobiografía religiosa. Mi objetivo era examinar sus transformaciones urbanas y culturales, en gran medida resultado del “efecto Guggenheim”, el flamante museo franquicia del arquitecto de Los Ángeles Frank Gehry en el antiguo muelle de la ciudad. El espectacular museo ha sido comparado con un barco, un pájaro, un avión, Supermán, una ballena, una alcachofa y el milagro de la rosa, así como con las formas voluptuosas de Marilyn Monroe. El New York Times tituló su artículo central del suplemento dominical “El Milagro de Bilbao”. Bajo una fotografía, que mostraba el pálido edificio como si fuera un horno incandescente, podía leerse en la portada: “Está corriendo la voz de que los milagros aún ocurren y de que uno especialmente importante está pasando aquí... ¿Has estado en Bilbao? en los círculos arquitectónicos la pregunta ha adquirido el estatus de contraseña. ¿Has visto la luz? ¿Has visto el futuro?” (Muschamp, 1997: 54).

No podía borrar de mi mente la presencia resplandeciente de tan milagroso edificio cuando visité mi antiguo monasterio, una imponente nave de cemento al desnudo coronada con una cruz enorme. Eran carnavales y entré en la iglesia, donde en mi época seminarista había sido organista, acompañado por el jaleo de las comparsas que poblaban las calles. En la entrada había una pequeña estatua que representaba al fraile que fuera mi confesor durante los años de noviciado, un hombre bajito conocido como Aita Patxi, considerado un santo por los que le conocieron. Ahora era objeto de culto religioso al mismo tiempo que se le sometía al proceso de beatificación; lo único que le faltaba para ello era que hiciera un milagro. Era otra versión del tema de “El Milagro de Bilbao”.

Esa mañana de carnaval recordé la importancia de Aita Patxi como religioso. Yo siempre había tenido un gran respeto por él, incluso admitiendo que socialmente no resultara simpático. Si no hubiera sido por su aura piadosa, hubiese sido una figura cómica, mucho más cercana a la Edad Media que a su propio siglo. Un hombre austero, con gafas redondas, cuyos deberes religiosos incluían nunca mirar a los ojos y nunca entablar conversaciones intrascendentes, sino que únicamente abría la boca para decir “en presencia de Dios” y para rezar el rosario. Su presencia a menudo provocaba la risa entre los novicios. Sin embargo, había hecho algo extraordinario siendo capellán durante la Guerra Civil. Un pelotón de fusilamiento iba a ejecutar a un grupo de soldados, y él se ofreció como reemplazo por uno de ellos, aduciendo que aquel hombre tenía una familia que mantener. Aita Patxi fue colocado contra la pared pero el pelotón no se atrevió a dispararle. Me hizo feliz ver su estatua en la iglesia, a pesar de que todo lo referente a su fe y heroísmo me pareciera tan lejano. Sus anticuadas formas religiosas parecían ruinas patéticas de tiempos remotos y, aun así, fue alguien que se preocupó por mí y cuyo poderoso enigma espiritual no podía desechar. Se hubiera horrorizado ante mi actual falta de fe, pero no podía sino recordarle con afecto y tratar de reconstruir lo que aún nos unía.

Mientras caminaba hacia mi casa, dejando atrás el convento de mi juventud, justo en el lado contrario de la ría al que se encuentra el Museo Guggenheim, había otro edificio que no pude ignorar: la Universidad Jesuita de Deusto. Allí fue
donde, después de mi catástrofe religiosa, me convertí en estudiante de filosofía, enamorado de la ontología del Tractatus de Wittgenstein, sobre el que escribí mi tesina -la lógica aún podía proporcionar algo de orden en un universo arruinado-. Pero la salvación permanecía esquiva y, así como mi carrera religiosa terminó en ateísmo, mis esperanzas de un conocimiento indubitable descendieron hacia la antropología. Mi nueva vocación me llevó a perseguir bacalao en el Atlántico Norte acompañando a pescadores gallegos, más tarde me obligó a volver con mis amigos de la infancia, transformados en terroristas, y ahora me estaba obligando a regresar al convento de mis aventuras religiosas fracasadas. Si no hubiera sido por esa bancarrota espiritual, nunca me habría convertido en antropólogo. Aquella experiencia me enseñó algo, como no, sobre qué es creer, así como sobre la capacidad del discurso de convertirse en realidad -cuestiones que son fundamentales para un etnógrafo, incluso para tratar el tema del Museo Guggenheim Bilbao y su “política de la fe”-.

Por otra parte, mi experiencia no tenía nada de extraño entre los jóvenes campesinos y de clase baja de mi generación, quienes no tuvimos más alternativa que el seminario para adquirir una educación secundaria. ¿Cómo podría darle sentido a esta experiencia de fervor y desengaño, conversión y expulsión? También esto era Bilbao para mí. ¿Necesitaría de mis viejas teorías sobre el simbolismo y el ritual para explicar todo esto? Teniendo en cuenta que esta historia personal, con su simbolismo religioso, se había convertido en un momento definitorio en mi ansia por dar con una teoría antropológica que lo explicara, fue un gran alivio descubrir La retórica de la religión de Kenneth Burke (1961), que lleva por subtítulo “Estudios en Logología”, esto es, “estudios en-palabras-sobre-palabras”. Burke aplicó su conocimiento logológico a epifanías como la conversión de San Agustín, un proceso del que yo tal vez podría aprender para explicar mi propia deconversión.

Más tarde descubriría, dentro de la antropología cultural, el trabajo de James Fernández (1986b) Persuasiones y Actuaciones con su insistencia teórica en el movimiento metafórico dentro del espacio cualitativo de una cultura. Estos trabajos contenían para mí una importancia intelectual y moral singular. Proporcionaban un nuevo fundamento para el estudio de la literatura y de la cultura en general. Después de todo, hay un punto en el que la explicación de uno mismo y la de los demás están entretejidas, y la explicación de lo que somos “ahora” como testigos etnográficos podría estar íntimamente ligada a la experiencia de lo que éramos “antes”. Así que la pregunta se transformó en: ¿cómo puedo trazar un puente teórico entre los procesos de conversión y deconversión, por ejemplo, la diferencia entre ese tipo de simbolismo religioso y mi interés posterior en los símbolos etnográficos, incluyendo la tropología de las ruinas?

La idea de escribir una etnografía de Bilbao me obligaba a preguntarme qué es lo que quedaba de mi vieja ciudad y de mi vieja identidad. Las ruinas se convirtieron en una fijación, un tropo que inevitablemente despierta nuestra atención y apela al entendimiento. Esos kilómetros y kilómetros de fábricas arruinadas sobre la margen izquierda producían una fascinación irresistible; bastaba con señalarlas y todo parecía dicho. Caminando a través de esas mismas calles en las que tantas veces corrimos de estudiantes delante de la policía franquista, calles que habían sido testigos de tantas manifestaciones de trabajadores antes de que los grandes astilleros se colapsaran, los de mi generación nos podíamos sentir como supervivientes. En ocasiones, de forma más siniestra, me sentía como un voyeur, como alguien que tuviese que controlar la sensación de disfrute y celebración a causa de la enormidad de los cambios y de las ruinas. Éstas comprendían no sólo la industria y el medio ambiente, sino también la política y la cultura, así como el hundimiento de aquella clase trabajadora bien organizada, y las ruinas de un Estado español autoritario ahora desprovisto de la mayoría de sus antiguos poderes. También estaba la degradación urbana y social de aquellos gloriosos “barrios altos”, conocidos como La Palanca e inmortalizados por Bertold Brecht en su “Canción de Bilbao”:


¡Eh Joe!, toca de nuevo aquella canción que siempre tocaban,
aquella vieja luna de Bilbao,
allí donde solíamos ir
-quién se acuerda ya, hace tanto tiempo-.
Aquella vieja luna de Bilbao
arrojando su brillo dorado.
Aquella vieja luna de Bilbao,
el amor nunca me abandonó.
Aquella vieja luna de Bilbao
por qué me atormenta tanto.
No sé si
te podría traer placer o dolor,
pero era fantástica,
era fantástica
más allá de lo creíble.

 

2. An-tropo-logía

“Visibile parlare” -hablar con imágenes- era el consejo de Dante, reminiscencia de aquel “verba visibilia” -palabras visibles- de San Agustín, el mismo que dedicó un capítulo entero de uno de sus libros a la descripción teórica de los signos convencionales frente a los naturales. También para los tropólogos lo que importa es la sinestesia entre palabras e imágenes y que resulta en una totalidad formal y sensorial no para designar las creaciones divinas, sino para reseñar el papel de los tropos en la construcción de la cultura. La preocupación fundamental concierne a las imágenes más que a los símbolos, y uno debe aprender a pensar en imágenes. Es mediante el complejo análisis de esas realidades formales, como Gregory Bateson nunca se cansó de repetir, como nos enfrentamos con los problemas de la teoría o, en expresión de Fernández, con “la oscuridad al fondo de las escaleras” de los análisis etnográficos. Pero ¿quién cita ya a Bateson? y ¿quién intenta construir sobre su ambiciosa agenda teórica? Y ¿qué queda del Lévi-Strauss que demandaba una an-tropo-logía?

Las ideas centrales de nuestra disciplina -simbolismo, interpretación, cultura, contexto, holismo, trabajo de campo- se han convertido en problemáticas. ¿De qué otra forma puede progresar una disciplina? No es, por tanto, extraño que se escuchen voces apuntando la falta de confianza en la importancia de toda teoría. Esta falta de confianza en la teoría antropológica se convirtió en un reto más de mi etnografía de Bilbao. Es como si también las teorías estuvieran destinadas a un estado de ruina después de haber estado en el candelero unos años. Después de todo, en Bilbao se trata de explicar “milagros” -expresión del New York Times-, o lo que el mismo director del museo newyorkino me describió como un acto de seducción -“Soy la prostituta más grande del mundo”-, o lo que los políticos locales llaman un acto de fe (Zulaika, 1997).

Si los escombros de las teorías arruinadas o abandonadas son fundamentales para el progreso de cualquier disciplina, hay un sentido en el cual la conexión entre antropología y ruinas es constitutiva de la antropología. El vasco es sólo un caso que proporciona un ejemplo llamativo de esa conexión fundacional; porque, ¿qué otra cosa es la antropología vasca sino un esfuerzo persistente para catalogar ruinas?

Esta búsqueda implacable de

fósiles prehistóricos y reliquias de tiempos extintos

fue complementada más tarde con la

recogida de vestigios expresivos artísticos y folklóricos,

para añadir en la era de la etnografía moderna

el estudio de la desaparición de las instituciones y mentalidades rurales.

Mi incursión en la vida de la ciudad industrial era un ejemplo más de la pasión antropológica por coleccionar ruinas.

Pero había una dimensión mucho más personal adherida a esta conexión. No en vano había dejado la religión para abrazar la antropología. Había sustituido la epistemología y el aura de la creencia religiosa por la búsqueda antropológica, mientras me sometía a los rigores del testimonio etnográfico. De hecho, mientras estudiaba en el seminario, la figura del Decano de la etnografía vasca, el Padre Barandiarán, aquel excavador de cuevas prehistóricas y coleccionista de mitos tradicionales, solía ser invocada con regularidad. Cuando me auto-exilié en Londres, el único estudio que me interesaba era el de los sistemas simbólicos. La antropología -es decir, los trabajos de Evans Pritchard, Malinowski, Lévi-Strauss, Leach, Douglas-, con su énfasis en la variabilidad cultural, era la mejor candidata para llenar el hueco dejado por creencias abandonadas. Pero en el Bilbao del “efecto Guggenheim” la cultura de la etnografía vasca no es precisamente lo que solía ser en la era del régimen de Franco y de las enseñanzas de Barandiarán. Lo realmente importante ahora es el mundo del arte newyorkino, las imágenes de actores famosos de Hollywood visitando el Guggenheim, y la versión disneyzada de la cultura global.

Se podría decir que en este contexto la etnografía misma se ha vuelto algo pintoresco, un asunto casi arqueológico de recoger tiempos pasados cuando los vascos miraban a su prehistoria, mientras seguían viviendo en caseríos desperdigados. La historia de dos museos -el Guggenheim y San Telmo- presenta vivamente estas antinomias. San Telmo es el museo etnográfico de San Sebastián, que contiene el legado arqueológico y etnográfico de Barandiarán, el hombre que, junto con su discípulo, el historiador social Julio Caro Baroja, encarna la antropología clásica vasca. San Telmo sirvió de convento en el pasado, y más tarde como dependencia militar, hasta que fue transformado en museo etnográfico en la década de 1920. Durante los últimos años de la década de los noventa fue declarado en estado de ruina y tuvo que ser cerrado. Los principales responsables políticos de esta situación son los mismos vascos nacionalistas cuya cultura primordial está, en gran parte, basada en las representaciones proporcionadas por la antropología arqueológica y lingüística. Las autoridades vascas no sólo colocaron sus apuestas en la franquicia Guggenheim, sino que no parece importarles las ruinas de la antropología. Han gastado cientos de miles de millones de pesetas en edificios espectaculares, pero fueron incapaces de recaudar los dos mil millones necesarios para la renovación de San Telmo. Escribí un libro en español sobre la situación de la antropología vasca (Zulaika, 1996), en el que tuve presente la imagen del Ángel de la Historia de Walter Benjamin, arrojado por un huracán e incapaz de cerrar sus alas mientras un montón de escombros crece a sus pies, un ángel que imaginé enamorado del museo etnográfico en ruinas de Barandiarán justo enfrente de otro edificio estrella, los Cubos de Moneo, en San Sebastián. ¿Qué podría ser más espléndido y más necesario que estas ruinas etnográficas?

3. Tres veces nacido: autobiografía y las ruinas de uno mismo

Independientemente de lo que les ocurriera a aquellas culturas religiosas y etnográficas pasadas, siempre están a la espera del trabajo de escritores reflexivos que rescaten su grano histórico para volver a construir sobre las cenizas cual el legendario resurgir del ave fénix. “Explicar” estos movimientos y conversiones a la generación de uno mismo es también, aparte de otras cosas, una tarea teórica, puesto que éstas también son, en sentido real, “conversiones” religiosas, aunque a la inversa. El efecto de esta lógica iniciática, la misma descrita tan magistralmente por San Agustín en su conversión a la idea de Dios, también puede ser observada en el movimiento inverso de retorno desde un Dios trascendental a la iluminación profana del todo inmanente. Esta deconversión del catolicismo hacia el esteticismo y la filosofía y, posteriormente, hacia la literatura y la antropología pude encontrarla, más tarde, descrita en el Retrato del artista adolescente de Joyce. Si San Agustín hubiera vivido en este siglo, la lógica de su misma pasión religiosa bien podría haberle forzado a la “conversión” inversa a la de Joyce.

Conversión como muerte y resurrección de uno mismo, descrita como el viaje a través del infierno -eso es también lo que mi generación fue obligada a experimentar cuando terminamos perdiendo la fe-. El antropólogo es, en cierto sentido, un especialista en el entendimiento de estas transiciones o conversiones. Otro de mis instructores, el Profesor Tom Beidelman, solía decir que un antropólogo es alguien no nacido dos veces, sino tres. La segunda vez se nace para darse cuenta de la maravilla de las diferencias culturales, y hay una nueva creencia en los poderes intelectuales para controlarlas y traducirlas. La tercera vez, te das cuenta de que tú mismo no eres muy diferente de esos reyes y caníbales que tratas de explicar.

Después de la religión y la filosofía, mi versión del tercer nacimiento fue la antropología. No era simplemente que tenía que adoptar una posición subjetiva nueva; era, más bien, que uno tenía que despojarse del sujeto laboriosamente formado a través de muchos años de educación religiosa y filosófica para entonces no tener otra cosa para llenar el vacío que la búsqueda incierta del antropólogo. Los renacimientos tuvieron que ver esencialmente con la lectura y la escritura.

La lectura en sí se transformó en la expresión, así como en el mayor artificio, de la búsqueda de uno mismo por un nuevo nacimiento más allá de los confines del dogma estricto. La lectura era una auténtica aventura hacía territorios anteriormente prohibidos. Y ante la catástrofe de una visión del mundo deshecha, la escritura se convirtió en la única esperanza de recrearla. Primero fue la poesía, luego la antropología. Fui muy afortunado al contar con mentores que me hicieron sentir que no eran necesariamente contrapuestas, y que lo importante era la escritura misma.

En el fondo, la misión del etnógrafo no es tan distinta a la orden que recibió San Agustín de la voz lejana de aquel niño: “Ponte manos a la obra y lee”. Es un reto exigente acometer las tareas entrelazadas alrededor de la lectura/escritura de Bilbao, y aquellas de lectura/escritura de retratos autobiográficos de diferentes construcciones culturales. En ambos casos es una tarea que tiene que ver con ruinas y alegorías -industriales, biográficas y antropológicas-. ¿Qué simbolizan estas ruinas etnográficas y autobiográficas?

Las nuevas mitologías del espectáculo arquitectónico y los discursos de los futuros globales están muy bien. Pero uno necesita el poder crítico de la alegoría, de las ruinas, de los escombros de la historia para hacerlos hablar del pasado, así como del presente. De forma similar, las pretensiones iniciales de la antropología vasca estaban todas muy bien pero, para entender su verdadera importancia, uno tenía que sumergirse primero en la plenitud de sus ruinas lingüísticas y arqueológicas.

Es en esta conjunción entre alegoría y autobiografía como, de nuevo, la teoría se hace fundamental. Sperber afirmaba que el simbolismo, por ser en su mayor parte individual, integra información variada en un único sistema dentro del individuo, y que, por ser cognitivo, se mantiene a través de toda la vida como un mecanismo de aprendizaje. Al contrario que el lenguaje ordinario, cuya información esta compuesta de preceptos claros, cuya gramática excluye otras gramáticas, y cuyo aprendizaje se termina tempranamente, Sperber muestra que la información simbólica no está definida por ningún precepto, no está definida por un conjunto que excluye otros conjuntos, nunca determina más que un mecanismo simbólico en el individuo, quien, en general, no procesa información nueva sin que el mecanismo mismo sea modificado.

La importancia de estas observaciones puede ser probada discutiendo representaciones conceptuales, como puedan ser las creencias y las figuras del lenguaje que compartan ciertas propiedades. La noción de creencia, igual que la de símbolo, no es ni universal ni homogénea dentro de una cultura, y Sperber la caracteriza como la representación conceptual en forma de citas que figuran como ciertas en nuestro conocimiento enciclopédico. Pero mientras las creencias son consideradas conscientemente parte del lenguaje ordinario, y, por lo tanto, sólo inconscientemente simbólicas, el simbolismo de varios tropos o recursos lingüísticos -metáfora, metonimia, ironía, etc.- puede ser explícito o implícito. Cuando el carácter simbólico de una creencia se hace explícito y alcanza la conciencia, su estatus como creencia se modifica. El conocimiento simbólico, en sus varias formas trópicas, es, por lo tanto, conocimiento sobre el conocimiento. Esta perspectiva teórica ayuda a entender la efectividad de la “política de la creencia” en Bilbao, o la conversión/deconversión dentro y fuera de la religión.

4. Conversión y escritura: una cuestión de voluntad

Conversión implica crisis, confesión, transformación, iniciación, simbolismo. Convertirse es en primer lugar alejarse, pasar de un estado mental, religioso, político o institucional a otro diferente. Implica tanto la conversión agustiniana a la idea de Dios, como la vocación literaria que llevó a Sartre al ateísmo. En ambos casos la identidad del sujeto soporta un cambio permanente. Si cada generación tiende a sentir que ha sufrido una profunda transformación en relación a la anterior, en un mundo “postmoderno”, que celebra la diversidad y la hibridación, la “conversión” a otras formas de vida e identidad es, cada vez más, una opción personal y un tema de reflexión.

Al igual que la conversión, también la deconversión va precedida de intenso conflicto, culpa, ansiedad e incertidumbre, y desemboca en cambios en la concepción del mundo, en los principios cívicos y éticos básicos, en formas de comportamiento y sensibilidad social, en la relación hacia las creencias y rituales tradicionales, en suma, en el sentido de la identidad propia. La pérdida de la fe es un evento decisivo en muchas autobiografías. Lleva a la negación de un sistema de creencias, que frecuentemente resulta en una conmoción emocional, y al rechazo de la comunidad a la que el individuo pertenecía (Barbour, 1994). Apostasía” es el nombre clásico para este fenómeno. Las posibilidades de apostasía han aumentado con la educación general y la globalización de las religiones. De forma parecida, en esta era política “post-ideológica”, los programas políticos e ideológicos proporcionan oportunidades de deconversión.

Nosotros los académicos tendemos a asumir que las cuestiones centrales, alrededor de las cuales las visiones del mundo y las identidades personales se fusionan, son fundamentalmente intelectuales. Una perspectiva diferente mantendría que los problemas verdaderos del pensamiento y de la interpretación del mundo residen, más bien, en nuestras propias autodefiniciones y en la disposición a cambiar nuestras vidas.

Wittgenstein, por ejemplo, pensaba que:

Lo que hace que un tema sea difícil de comprender -si resulta ser algo significativo e importante- no es que antes de poder comprenderlo se necesite estar especialmente entrenado en materias abstrusas, sino que es el contraste entre la comprensión del tema y lo que la mayoría de la gente quiere ver. Debido a esto, las mismas cosas que son más obvias pueden llegar a ser las más difíciles de comprender de todas. Lo que tiene que ser superado es una dificultad que tiene que ver con la voluntad, más que con el intelecto (Wittgenstein, 1980: 17e).

Si la dificultad no es teórica sino de otro tipo, ¿qué es? ¿A qué se refiere esa “superación” de la voluntad? Como argumenta la filósofa Antonia Soulez (1998), Wittgenstein apunta al tema de la “conversión” en su filosofía. Esa superioridad de la “voluntad” sobre el intelecto implica una decisión activa por parte del sujeto en un sentido práctico más que teórico, un trabajo de auto-corrección que Wittgenstein compara con el trabajo de un arquitecto. Después de todo, pensar es una actividad “práctica”; los conceptos nos afectan produciendo imágenes mentales que nos fuerzan a reaccionar. El libre albedrío se expresa refiriéndose a ciertas formas del lenguaje y a la imaginación que el sujeto experimenta.

Las palabras poseen la doble capacidad de ser, por un lado, el espejo del lenguaje de una comunidad y, al mismo tiempo, el elemento que puede desempeñar las funciones de ese lenguaje.

El segundo aspecto requiere que el sujeto esté preparado para reconocer sus errores conceptuales o para producir un cambio en la orientación de su vida por medio de algún tipo de conversión. En este sentido, la visión de Wittgenstein con respecto al cristianismo es significativa:

Creo que una de las cosas que la doctrina cristiana dice es que las buenas doctrinas son inútiles. Que uno tiene que cambiar su vida -o la dirección de su vida-. Dice que la sabiduría es todo frialdad; y que no se puede hacer uso de ella para dirigir nuestra vida por el camino justo, de la misma forma que no se puede forjar el hierro cuando está frío (Wittgenstein, 1980: 17e).

Esta “conversión” wittgensteniana, que enfatiza no tanto la regeneración intelectual como el cambio vital, se encuentra más allá de la religión. Su epifanía no es la iluminación de San Pablo camino de Damasco, ni el resultado de fe religiosa alguna. Tampoco se convirtió Wittgenstein a los descubrimientos intelectuales del análisis semántico o al empirismo crítico del Círculo de Viena. Esta conversión de la voluntad, más allá de Dios y de la ciencia, es simplemente una nueva forma de ver el lenguaje para comprender mejor el mundo.

¿Pero de dónde viene esta “voluntad” necesaria para la conversión? ¿En qué consiste este “ver” de forma alternativa? Wittgenstein no aclara qué mueve la voluntad, cuyas fuentes contrarias provienen solamente del sujeto. Más allá del deseo de explicarlo todo, en este deseo de “ver” consiste el dominio de la estética/ética y en ello se halla el enigma de su filosofía; del mismo modo que hay una manera de ver alternativa a la forma actual de ver algo tal y como es, la conversión ofrece una forma alternativa de vivir.

La antropología simbólica también ha trabajado sobre el lenguaje como un sistema que, más allá del uso instrumental de los signos, puede producir otras clases de efectos en contextos ritualizados. En opinión de Sperber, el mecanismo simbólico es necesario como sistema de retroalimentación unido a los defectos obvios del mecanismo conceptual. La hipótesis sugerida mediante esta aproximación simbólica es que la conversión puede ser vista de forma similar a un mecanismo de retroalimentación de orden simbólico y que, por tanto, incluye, más allá del intelecto y del lenguaje para la comunicación, la voluntad, la imaginación, y la “palabra salvadora” como solución a las aporías de la existencia.

En situaciones de crisis irresoluble, la conversión parece ser el último recurso para el sujeto, un recurso que requiere, más allá del intelecto, un cambio de voluntad. Desde el punto de vista de la anteriormente nombrada an-tropo-logía, la conversión se encuentra implícita en el efecto que los tropos nos infringen, en las nuevas re-direcciones que sugieren en sus diferentes formas, y sobre las que podemos actuar. En el caso de la típica conversión secular de la autobiografía moderna, el lugar de Dios es conquistado por la vocación intelectual o autorial del escritor.

Pero no es de extrañar que, a pesar de que las conversiones modernas tienen que ver con transformaciones en la vocación intelectual del autor, las nuevas ideas del mundo y los nuevos modelos de subjetividad, como los de Montaigne, Descartes, Rousseau, Kierkegaard, Nietzsche, Unamuno o Sartre, hayan recurrido a la retórica de la conversión religiosa.

La estructura de la conversión implica una ruptura con cualquier definición estable del sujeto y, de esta forma, sirve a las reinvenciones subjetivas de los autobiógrafos modernos. La retórica de la conversión se torna seductora en una cultura posmoderna en la que, en presencia de las ruinas de las identidades fijas, se convierte en uno de los pocos mecanismos simbólicos para producir cambios en uno mismo.

La conversión promete “otra” subjetividad, pero aun así el autor que narra su historia autobiográfica sigue usando el mismo pronombre “yo” de antes. Ésta es la primera paradoja del converso que trata de convencernos de que ha cambiado del todo, en una visión permanente hasta la muerte, cuando en realidad aún tiene mucho por vivir y cambiar. La ruptura entre la totalización y la fragmentación de las experiencias que la conversión busca es problemática incluso para narrativas como la de San Agustín. Estas narraciones de eventos previos a la conversión con los que, más tarde, desde una conciencia distinta, el autor no quiere saber nada, ¿pueden ser consideradas autobiográficas? Incluso en casos claramente autobiográficos como el de Rousseau, la relación entre la narración autobiográfica y la propia identidad no es menos problemática, como de Man (1979) ha puesto de manifiesto.

El precursor de la moderna conversión individual, Montaigne, rechazó la ruptura radical de la conversión con la continuidad de la experiencia. Sus propios Ensayos le dan la palabra a la identidad indivisa de las mini-conversiones. Si en su trabajo se pueden escuchar los ecos de San Agustín, lo que le caracteriza es la negación de la totalidad narrativa, así como la de la posibilidad de localizar una esencia subjetiva. El problema de la mismidad se presenta en Montaigne como una pregunta, como algo que debe responderse en forma de “ensayo”. Si el arrepentimiento es central para San Agustín, Montaigne se encuentra básicamente feliz consigo mismo y apenas tiene nada de que arrepentirse. Para Montaigne, el arrepentimiento significa renunciar a parte del pasado y, por lo tanto, a la propia identidad.

Montaigne insiste en aceptar el pasado en su totalidad, y está en contra de cualquier negación de sus partes por el mero hecho de la conversión. Si para el santo la esencia verdadera de la identidad está más allá de uno mismo, lo que importa para Montaigne es su representación autobiográfica, que es lo que el santo deja de lado. La mismidad de Montaigne se crea indefinidamente a través del “ensayo” de sí mismo en la escritura, la vida y el texto consubstanciales.

Rousseau es el autor que en sus Confesiones hace de la autobiografía un antídoto para la conversión. Más allá de las similitudes estructurales y retóricas entre Rousseau y San Agustín, ambos ofrecen dos ideas del mundo muy diferentes y dos concepciones dispares de la subjetividad humana. En la autobiografía de Rousseau, la conversión crucial es la decisión de hacerse escritor. Para él, la escritura es la actividad más decisiva y peligrosa en la que un sujeto pueda verse involucrado. Incluso, cuando viste sus textos con prendas religiosamente confesionales, lo que hace realmente es distanciar su conversión de lo divino: “Lo que surge es una redefinición de la conversión, no sólo como repetitiva y desastrosa, sino como totalmente pasiva e inevitable” (Riley, 2004: 93). Lejos de constituir una reencarnación espiritual, la conversión es para él una experiencia destructiva e interminable, el doloroso momento de tener que enfrentarse a las ruinas de la propia subjetividad.

El momento crítico de la conversión de Rousseau consistió en su sometimiento a la escritura. Sólo a través de la escritura se da la revelación del ser propio verdadero, pero, lejos de ser esa mismidad agustiniana, abierta a la revelación divina, lo que Rousseau siente es “la caída” en el mundo de las representaciones del autor más allá del estado “natural” de su existencia previa. Hay un conocido pasaje en sus Confesiones en el que ese tipo de conversión se refleja dramáticamente: siguiendo la recomendación de Diderot desde su celda de Vincennes, Rousseau decide escribir un ensayo preguntándose si el progreso de las artes y las ciencias había purificado o corrompido la vida moral de la gente. Su conclusión fue que se “encontraba perdido” y que todas las desgracias de su vida resultaban ser el resultado inevitable de aquel aborrecible momento. La conversión a la escritura señala el divorcio de uno mismo de su propia esencia, la caída en un infierno del que sólo podría ser rescatado escribiendo más. Si consideraba todas las formas de representación y mediación -artística, política, comunitaria- despreciables, ninguna lo era más que la escritura.

Sartre retoma los juegos de la conversión de Rousseau y los lleva a situaciones mucho más complejas en su autobiografía, Les Mots. La vocación por la escritura para Sartre es el auténtico momento autobiográfico, un “sacerdocio” basado en la “religión” del libro. Su deconversión consiste en la liberación de sí mismo con respecto a la ideología burguesa adquirida en la infancia, en la que la figura de Dios es reemplazada por la de la cultura ilustrada. Su rechazo de la redención estética implica el abandono de esa ideología e idea del mundo; deshacerse de ese tipo de “imposturas” -fama póstuma, la vocación de mártir del escritor- es el equivalente sartriano de la conversión religiosa. De forma similar a Rousseau, Sartre también se siente un cautivo de la escritura y, como él, tratará de escapar de su destino escribiendo más.

La diferencia es que, mientras Rousseau se lamenta por la violencia de la escritura, Sartre condena su propia relación con la escritura, el sujeto de su conversión autobiográfica. Esta historia de errores no concluye en ningún momento de particular lucidez. Cuestionándose su propia capacidad para la auto-definición, Sartre rompe con los modelos de conversión agustiniano y rousseauniano. Después de su deconversión, Sartre continúa siendo escritor, pero con una subjetividad más allá del libro y comprometido con la acción política. Así pues, la deconversión se transforma en la metáfora central en las transformaciones personales de Sartre. Su visión de la vida incluye el rechazo de cualquier tipo de fe, incluida la escritura, mientras que su compromiso hasta el final con la escritura demuestra su creencia en el poder de la palabra escrita.

Para Sartre, el ateísmo no es una posición inamovible, sino un proceso y un proyecto, una deconversión sin fin, en palabras de Barbour (1994: 134-135): “Usó la forma narrativa de una historia de conversión desde la perspectiva de un no creyente deconverso para expresar sus creencias en la libertad individual y la responsabilidad”. Incluso rechazando el mito de la literatura, Sartre continuó creyendo en el mito de la auto-creación mediante la escritura. Su propia confesión en el párrafo final de su libro autobiográfico es especialmente significativa: “mi única tarea ha sido salvarme a mí mismo -sin nada en mis manos, nada en mis bolsillos - por medio del trabajo y la fe” (Sartre, 1964: 212). Su salvación, los valores y creencias de su madurez, todos ellos dependían de un largo y cruel proceso de deconversión.

Lo revelado por estos testimonios es hasta qué punto la interpretación del mundo y de uno mismo depende de la voluntad del sujeto, no de la posesión de la teoría correcta. Cuando las crisis vitales fuerzan el cambio y, del mismo modo que Sartre vio su propio mito de la literatura, “el edificio se vendrá abajo en ruinas”, son los cambios en la voluntad los que nos obligan a las conversiones y a las deconversiones.

5. Conclusión: una teoría de las ruinas

¿De qué manera me ayuda todo esto para formular una teoría antropológica de las ruinas? Una premisa inicial, desde la cual ver las diferencias de mi generación con respecto a nuestro pasado religioso y etnográfico, es que la plenitud simbólica dio paso a la alegoría. El edificio mítico se arruinó a pesar de su solidez y estructura imperiosa, y aun así las ruinas se presentan como una sugerente evolución de la conciencia. La confusión colectiva y personal no requería los paradigmas abstractos de la filosofía, sino más bien las verdades parciales de la antropología, no la proclamación de la totalidad simbólica de la cultura y la religión, sino las imágenes alegóricas involucradas en la escritura del otro.

Como conclusión, he aquí un esquema de la teoría de las ruinas de un etnógrafo. La formulo como juego paródico instructivo con el trabajo del editor de esta colección y de su magnífica etnografía tropológica (Fernández, 1986a) y, a la vez, como homenaje a él.

1. La primera misión de las ruinas como emblemas es condensar e identificar el significado de edificios, teorías, historicidades y biografías. Las ruinas fijan un significado claro -una calavera, un fósil, una fábrica cerrada, un edificio derruido-. A través de redirigir nuestra atención hacia las ruinas es como aprendemos más sobre los fenómenos históricos y biográficos; es decir, ellas proporcionan la identidad residual para sujetos y culturas incoados y con ansias de conversión.

2. La segunda misión de las ruinas es servir como emblemas definitivos del paso del tiempo. De esta forma, su papel es desvelar las pretensiones míticas de eternidad de cualquier edificio, proyecto o vida. Las ruinas reflejan la cualidad efímera de las mercancías expuestas. Su tarea es revelar destructivamente que, incluso en aquellos constructos que, en opinión de Kenneth Burke, están absolutamente “podridos de perfección” (Zulaika, 1996: 3), la verdad definitiva tiene que ver con las ruinas. No hay un antídoto mejor para las ambiciosas falacias construidas por el mito, los sueños, los deseos y la fantasmagoría urbana que contemplar sus ruinosos resultados. En suma, nos proporcionan el movimiento de historias y de sujetos mediante la visualización de la transitoriedad de cualquier constructo. Épocas finiseculares o de fin de milenio son, en particular, susceptibles de ser representadas emblemáticamente por las ruinas. Periodos históricos de gran transformación económica y social son, de forma similar, ricas en la producción de ruinas. Éste es el caso de la historia industrial de Bilbao. Nada puede retratar mejor el tránsito del capitalismo que la ruinosa devastación que deja atrás. Nada describe mejor las antiguas creencias religiosas de uno mismo que sus propias ruinas.

3. El arruinamiento es la precondición para el cambio económico y social. El arruinamiento decide cuándo transpiran las nuevas fases de regeneración urbana, arquitectura, tecnología y otros fenómenos culturales. De esta forma, provee a las sociedades y gentes de un posicionamiento en el proceso continuo de decadencia y renovación.

4. Las ruinas autorizan y exigen nuevos comienzos. Por eso la antropología vasca fue el discurso fundacional de un nuevamente reinventado País Vasco, y por eso un Bilbao postindustrial y ruinoso puede autorizar un nuevo museo franquicia que ninguna otra ciudad europea quiso anteriormente. En resumen, las ruinas legitimizan la mitología de un comienzo enteramente nuevo basado en la esperanza y la promesa de un progreso futuro.

5. Las ruinas hacen de la alegoría su tropo. La plenitud simbólica es la recompensa de un cosmos estable, ya sea religioso o psicológico. La proyección especular alegórica es el vínculo que une periodos y mundos caducos. Edificio y ruina son tan antitéticos como mito y alegoría. Si el brillante Guggenheim está bien equipado para la creación de mitos, los Altos Hornos cerrados han pasado al dominio de la alegoría. El papel de Altos Hornos como alegoría deriva de su inexistencia. La ruina es el antídoto de las pretensiones de eternidad de cualquier edificio. La ruina no pertenece a la naturaleza ni al trabajo; pertenece a un pasado muerto que permanece sólo como significado. Cuanto mayor sea la ruina más incisivo será su significado. Así, las ruinas llenan el marco de la vida urbana y de la experiencia social.

6. Las ruinas hacen posible que las sociedades y las gentes visualicen la vulnerabilidad de sus proyectos. Si la función de los edificios espectaculares es cosmologizar y mitologizar, la de las ruinas es fragmentar, condensar y dispersar. Echando a perder cualquier intento encaminado a la falsa pretensión de totalización armoniosa, las ruinas invocan una totalidad de distinta índole. La “verdad” de las ruinas deriva del hecho de que la realidad ruinosa no puede formar parte de una actuación, una narrativa o una promesa. La seducción se fundamenta en una promesa activa de cumplimiento. Las ruinas son el correctivo a ese tipo de montajes de significados a base de promesas globales. Si la naturaleza de la propaganda es hacer borroso el carácter mercantil de las cosas, el propósito de las ruinas es hacer imposible ese tipo de desdibujamiento de la propaganda y la seducción. Las ruinas son el testigo final de la idea de Benjamin de que “un infierno arde furiosamente en el alma de la mercancía”. A base de desmembrar la apariencia ilusoria que emana de todo orden concreto, las ruinas liberan al sujeto de la preocupación por la historia, la biografía, el espectáculo, la mercancía y el fetichismo.

7. Finalmente, las ruinas pueden llevar a la nostalgia, la melancolía, la desesperación, a la búsqueda de un refugio alegórico en “otro mundo” idealizado. Pero las ruinas pueden también transformarse en esperanza y sueño y, de este modo, resaltar la mitología de un mundo de nuevo cuño. Un uso crítico de las ruinas y las alegorías puede proporcionar el camino al proyecto más anti-idealista y producir la radicalidad de la iluminación profana. Así, las ruinas liberan a los sujetos de la preocupación por la perfección. Liberan a las artes de su preocupación por el aura. Liberan a las sociedades de su preocupación por el progreso y el espectáculo.

Autorizando estas nuevas visiones y nuevas libertades, las alegorías críticas pasan a ser los más fuertes antídotos contra el mito. La objetividad fantasmagórica de las mercancías y sus vacuos significados requieren la presencia emblemática y liberadora de sus ruinas. Coda: como coda para esta “teoría de las ruinas”, me viene a la mente nuevamente la “Canción de Bilbao” de Brecht: “Aquella vieja luna de Bilbao/el amor nunca me abandonó”. El lugar de la canción de Brecht con su invocación irónica de amor libre es el famoso barrio chino de Bilbao. Allí estaba yo una noche durante una de esas siniestras procesiones de Semana Santa, cuando los miembros encapuchados de las cofradías llenan las calles con los sonidos agónicos de sus bandas de cornetas y tambores. Había una luna espléndida, mientras una prostituta cantaba una saeta a la sombría imagen pasajera del Nazareno vestido de púrpura. La canción de Brecht sobre lunas verdes, sobre ruinas y amores de Bilbao la Vieja, se hizo intensamente real; ello y no otra cosa era el material de una etnografía de Bilbao.

Criado en el simbolismo estricto de la literalidad sacramental, e intentando comprender los productos más típicos de la cultura católica tradicional de mi generación, durante mis años de trabajo doctoral solía encontrar el simbolismo de la metáfora a veces demasiado modernista y demasiado literario para abordar cuestiones de lealtades y violencias primordiales. La tensión irresoluble entre metáfora y sacramento se transformó en una constante. Convertir a ambas, metáfora y sacramento, en alegorías etnográficas puede ser una solución. Pero, como bien sabe cualquier lector de Dante, incluso las alegorías pueden ser de tipo poético o teológico. Similarmente, cuando se trata de la dimensión religiosa del terrorismo político o, simplemente, de la visita a viejos amigos en un convento, hay un punto en el que nos preguntamos si la alegoría es sólo poética o implica algo mas real, algo que tiene que ver con la creencia sacramental -en el sentido de que es una ficción que no se toma por tal-, como sucede por ejemplo en el contexto excesivo del sacrificio o del regalo de la amistad que rebasa el plano de los simbólico.