El pan del político
Con la imparcialidad, o no, que me concede mi escepticismo visceral hacia todo lo teñido de política, quiero compartir una tesis que, aunque pueda parecer absurda, tal vez lo sea. O tal vez no. Ustedes juzguen.
Ahora que estamos en pleno epílogo electoral, véase Euskadi, véase Cataluña, a uno, desde la escéptica perspectiva, le llaman la atención muchos aspectos en lo que a campañas, mítines, elecciones y post-elecciones respecta. Se presentan proyectos. De izquierdas, de centro, de derechas. Así les llaman. Independentistas, centralistas, federalistas… para más etiquetas. Se anuncian objetivos, económicos, sociales, que pretenden hacer creer y soñar, que pretenden persuadir, convencer, de que ellos son los buenos, la razón, el buen camino. Ellos nos representarán.
Pelearán con uñas y dientes, dicen, por convertir la comunidad autónoma en nación, con mayúsculas. Servirán al pueblo y a su voluntad. Otros apuntan en dirección contraria. No permitirán escisiones, no permitirán que nadie se largue. Sacarán los tanques, si es necesario. En época de dificultades debemos mantenernos unidos, proclaman.
Pero, en un ejercicio de pragmatización, es decir, de mirar la realidad con un par de dedos de frente, uno se puede dar cuenta de que estos proyectos, promesas, objetivos y utopías varias no son ni serán nada más que eso. La propia experiencia nos garantiza que son cosas que no se cumplirán. No a corto plazo, al menos. Digamos curso político, digamos legislatura… lo mismo da. No deben cumplirse. Ése es el alimento del político, su combustible, su razón de ser, su pan. Que esos objetivos no pierdan su condición de objetivo, de proyecto, de utopía.
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